- Por RODNEY CASTRO GULLO.
Hace muy poco, comencé a ser papá de un hijo adulto. Sí, mi hijo mayor cumplió 18 años y se convirtió en un universitario que por primera vez vive solo en otra ciudad. Es una bendición, sin dudas, pero al tiempo supone un mundo de cambios en la manera como hemos llevado nuestra relación familiar. Se trata de un periodo en el que corresponde comenzar a soltar amarras.
Soltar amarras he escrito. Qué cosa más difícil, casi nadie habla de ello, todo el mundo le da mayor ruido al hecho revolucionario de ser padres, pero no se refieren a la situación compleja, de dejar de ser padres conforme lo hemos aprendido en el ejercicio, esto es, teniendo el control de todo.
La vida como me la sé me sustenta para tomar decisiones. Somos el resultado de todo lo experimentado. No puedo anular el hecho de que mis hijos también viven sus propios procesos. De manera proteccionista y generosa, queremos heredarle en vida a los pelaos lo que somos, valores, comportamientos, formas de raciocinios. Lo hacemos de buena fe, finalmente por ellos damos todo, son nuestra razón de ser; empero, lo que en un principio luce como hermosas pruebas de amor desmedido de nuestra parte, puede incluso convertirse en una pesadilla de presión dictatorial: “Aquí se hace como yo digo y punto final.”; “El que sabe soy yo, al fin y al cabo, soy tú papá”.
A un hijo mayor de edad, le urge comenzar a tomar sus propias decisiones, le resulta imperativo estrujar sus alas por primera vez, aunque lo de volar a fondo, venga después. Es una etapa difícil para todos, incluso llena de equivocaciones, pero lo que no debería ocurrir, es que para tú hijo, se convierta el apremio de papá y mamá, en una cárcel asfixiante de la que quiera escapar con premura.
Como papá reconozco que estoy en una fase diferente, de la que aprendo cada día, pero hasta ahora y después de varios tropezones he comprendido, que, a mi hijo, ya mayor, no tengo que decirle qué hacer, pero sí alentarlo y apoyarlo con mi consejo, con mis puntos de vistas, pero siempre respetando sus decisiones. Y cualquiera que sea el resultado, asumirlo como su proceso de crecimiento, dejando a un lado los juzgamientos.
Es clave tener una buena comunicación con nuestros hijos, esto solo se logra dándoles confianza. Pero si lo que reina en la relación es la conflictividad, porque no hace lo que queremos que haga, de repente podrán surgir momentos de paz, en donde la interacción deje de ser honesta. Tal como se le escucha a Ricardo Arjona en su canción “mentiroso”: “yo no quería mentir, me hiciste un mentiroso. Hoy digo lo que tú quieres oír como un acto piadoso. Yo no quería huir, me hiciste un fugitivo, con tal de no reñir, me invento algún motivo…”.
Que no se confunda esta reflexión con una sugerencia para que dejemos a nuestros hijos solos cuando llegan a los 18 años, por el contrario, es menester mantenernos lo más cerca que podamos como su primer eslabón de apoyo, sin llegar al punto de propiciar ahogo. Tengamos en cuenta que para ellos también es un proceso complejo lleno de temores y retos, que solo podrán superar sustentados en el método de la prueba y el error.
El acompañamiento y consejo de un padre es una bendición. El autoritarismo, una dolorosa mazmorra, de la que algunos no se desligan ni estando casados y con hijos.
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